Apuntes de viaje

A veces no se entiende porque el sueño abandona.  Se pregunta adonde se fueron las ganas de dormir,  digamos,  de las nueve de la noche,  cuando aún es temprano,  cuando es hora en que vuelve a  casa del trabajo porque se es demasiado responsable.

Uno busca un documento porque se ha convertido en un adulto que busca documentos para conseguir otros documentos.  Se encuentra el documento y encuentra el viejo cuaderno. El amigo cuaderno de cinco o diez años atrás, que es parte de otro grupo de cuadernos de otros años atrás. Hojea uno las páginas,  siente las letras marcadas, ve los manchones, las tachaduras dolorosas de cuando se ha dicho toda la verdad o se intenta borrar la propia voz, voz que ahora resuena distinto (siempre nos escuchamos distinto a como creemos que sonamos) y nomás se recuerda,  se vuelve a lugares y personas,  al uno mismo al que dan ganas de abrazar y decirle que más adelante cambia,  y que luego vienen otros dolores y otras angustias y que nomás aceptás lo que viene saliendo; nunca vas a terminar de entender,  de todos modos. 

Algo se suelta.

Y entonces uno vuelve a hablar en el cuaderno,  porque ahí la mano,  que lleva anudadas las palabras,  se suelta y rápido, casi atravesando la hoja, se desanudan veinte líneas,  cien líneas.

Escribir me es un mecanismo,  un acto de vida, haciendo en cada letra un ejercicio (muchas veces fallido)  de muerte. Uno escribe porque necesita,  porque quiere explicarse a sí mismo,  porque sueña con la comprensión que uno y solo uno encuentra en el trazo de esas veinte,  treinta o cinco líneas.  Uno no escribe por cálculo,  uno escribe por soltar,  por acabar , por poner lejos de la cabeza esas líneas que te atraviesan, te suenan,  te aprietan dentro. Uno necesita sentir que le habla a alguien más,  metido en ese inmenso auditorio silente que de todos modos no va entender del modo en que vos entendés esas veinte o mil  líneas que casi atraviesan la página.

Ciertamente,  había que volver a aquel y a este cuaderno.

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